En el 2005,  hice un viaje  sola a Chile. Me subí al avión aterrada porque no soporto viajar y llevaba días tratándome de calmar con todo tipo de productos naturales, desde plantas sedantes, GABA, teanina, gotas de flores de Bach, quintaesencia y Pomanders de aura soma, hasta mantras, piedras y cuarzos… en fin, un espectáculo, iba rociada de esencias de arriba a abajo y también fui embadurnando el asiento, la ventanilla, la maleta y a todo el que se me acercaba.

El caso es que cuando despegamos y comenzó el vuelo empecé a sentirme fatal y me quedaban unas 13 horas de viaje. ¿Cómo podía sentirme tan mal si me había esmerado en tranquilarme tanto? Y ahí me di cuenta de la importancia de la coherencia entre lo que piensas y lo que sientes.

Mi mente me decía, con toda la lógica, que la situación no era para estar tranquila, que estaba en el aire, encerrada en un tubo sin escapatoria, con miedo a que me diera una arrechucho rodeada de extraños... Sin embargo, mi sistema nervioso, que andaba muy atontado, no estaba respondiendo al peligro en el que creía estar... y esa falta de reacción me estaba causando un malestar infinitamente mayor que si simplemente hubiera viajado en coherencia entre lo que pensaba y sentía.

De la misma manera, cuando estamos tumbados en el sofá viendo una película tan tranquilos y, de repente, el sistema nervioso se pone en guardia, bien porque hemos tomado más cafés de los necesarios o porque hemos comido mucho chocolate o cosas dulces, el malestar se vuelve insoportable porque en ese momento hemos perdido la coherencia entre lo que estamos haciendo (reposando viendo una película) y el sistema nervioso que nos dice que estamos en estado de alerta.

Cuando te sientas mal sea física, mental o emocionalmente, antes que nada pregúntate si estás en coherencia y si no lo estás, búscala… sea activando el cuerpo o cambiando de pensamiento o simplemente siendo consciente de la disonancia en la que estás viviendo en ese momento.