Los muchos años que pasé con agorafobia me dejaron una huella muy importante: la huella del sobrevivir con muy poco y en un espacio muy reducido.

Como decíamos mi querida abuela y yo "podríamos vivir en arresto domiciliario sin ningún problema”… y así está siendo estos días con el confinamiento.

En mis peores tiempos de agorafobia, me torturaba pensar que se me estaba escapando la vida. Veía a mis amigos viajar, ir a conciertos, estar todo el día fuera y creía que el mundo avanzaba y yo me quedaba rezagada atrás.

Sin embargo, conforme fueron pasando los años me di cuenta de que en lo más básico no me diferenciaba en nada de mis amigos que tenían la libertad de ir y venir a sus anchas. Básicamente teníamos las mismas alegrías y penas. Podíamos mantener una buena amistad porque nos entendíamos en lo profundo.

Pero lo que realmente cambió mi vida fue darme cuenta de que muchas de las cosas que nos han alimentado el espíritu y hecho crecer internamente provienen de un pasado donde las personas no tenían ocasión de salir de su entorno, como las obras de Shakespeare, la literatura de Charlotte Bronte, y como el Requiem de Mozart que fue creado en su lecho de muerte. Eso me hizo ver que viajar y moverse puede que abra mentes, pero no necesariamente abre el espíritu. Eso es otra cosa.

Entonces entendí que no necesitaba vivir en un avión para ser feliz ni para recibir ni aportar a los demás.

Ahora con el confinamiento no siento que esté viviendo en un paréntesis de mi vida, sé que estar en este encierro es también vivir. Y al igual que en mis años de reclusión desarrollé un mundo interno que me ha aportado mucho, ahora no va a ser menos… 

El espíritu es y será siempre libre.